Autor/a: Erlea
Confieso, no sin rubor, que mi relación con la literatura siempre ha sido un desencuentro permanente. Solo nos conocemos de espaldas, como mucho de lado y al soslayo, con profundas miradas de recelo. No nos hemos querido.
Ya desde niño, con las plumillas, repite y repite, aprieta al bajar, suave al subir, luego con los bolis, más difícil apretar, siempre a golpe de regla y tediosas horas, encerrado y sin escapatoria. “La letra con sangre entra” era la máxima del colegio. Y al volver a casa deseando disfrutar del refugio familiar, más de lo mismo: no había juegos ni calle si no hacía las tareas que me habían mandado, que no eran pocas, siempre supervisadas por mi ama, a la cual no le pasaba ni una. “El tiempo es oro y el que lo pierde es un bobo” era su lema favorito. Yo, siempre pensando en jugar a la pelota a mano y al futbol, no entendía nada. ¡Me estaban machacando!
Pasaron unos pocos años y después de la ortografía, la gramática, y otros artilugios sintácticos (¡que peñazo!), estaba en disposición de hacer mi primera redacción. Aquella tarde soleada de primavera, El Bolita, a la sazón profe de lengua española e idioma moderno, entiéndase francés, nos dijo: ¡Tienen dos horas para hacer una redacción sobre la muerte! ¡Morboso él! Inflamado de espíritu cervantino, me puse raudo a escribir las dos hojas preceptivas. ¡Tam, tam, tam! tocan las campanas. ¡El difunto está agonizando! Y luego relataba el velatorio en casa del finado, los rezos, la noche de café y coñac, los llantos, el “no somos nada”, el “por lo menos ha descansado” y el “pobrecitos y ahora qué”.
No se fijó el Bolita, ni en la ortografía, ni en la gramática, ni en nada de nada. Solo se quedó, para desgracia mía, en ¡El difunto está agonizando! Reunida la clase lo leyó en voz alta para mi burla y escarnio, y toda la maldad infantil se desató en carcajadas que todavía resuenan en mis recuerdos. Ni qué decir que fui excluido del concurso nacional de redacción que promovía Coca Cola. No vales para esto, me dije, y mientras los demás leían El Quijote, un tormento para mi cerebro, lo mío eran las novelas de vaqueros de Marcial Lafuente Estefanía, “tenía tres pies y medio de altura, se inclinaba ligeramente a la derecha, como queriendo acariciar suavemente su revólver”, me abstraía de la clase, hacía lo justo para aprobar y huía hacia lo que realmente me gustaban: las matemáticas.
¡Que feliz era con la aritmética y el álgebra! Ahí no había equívocos, no te engañaban, sí o no, una sola respuesta, como debe ser, sin sutilezas ni ambigüedades. Dos y dos son cuatro. Y encima el profe no era el Bolita, y sus perversos “pelotas”, con el Txus no tenían nada que hacer.
Y llegó la poesía. Eso era otra cosa. Tenía métrica, ritmo, o sea, matemáticas, y además servía para tontear con el sexo opuesto que estaba a años luz y eran entes raros, misteriosos y desconocidos. Las coplas de Jorge Manrique, eso sí que era escribir de difuntos. Espronceda siempre atormentado, el inca Garcilaso y otros cuantos. La cuaderna vía, alejandrinos, sonetos, la lira “si de mi baja lira, tanto pudiera el son, que en un momento, aplacara la ira del animoso viento y la furia del mar en movimiento” siempre contando las sílabas, diéresis por aquí, sinalefas por allí y siempre rimas en consonante. Las asonantes me sonaban a prosa, aunque algunas me gustaban “yo que te miré, tú que me comprendiste”.
Escribí algunas, otras copiaba, pero quedaba bien y daba resultado. Leí algo de las novelas de aventuras de Salgari, pero no pasaba de ahí, y ya no recuerdo bien si era en el sexto bachiller o en el Preu, un profe de literatura cuyo nombre ni recuerdo, se empeñaba en que dedujera, de un texto literario, la personalidad de su autor. ¡Imposible! Para eso había que tener una sensibilidad y entendimiento del que yo carecía.
Luego los estudios profesionales, por supuesto de Ciencias, y a trabajar. Ya era un hombre de provecho, y oposición va y oposición viene, a ganar el sustento para uno y su familia, compra y vende, activos, pasivos, rentabilidad, maximiza el beneficio, y todo informes técnicos, vademécum, cartas, comunicaciones, correos, circulares y estudios, dedicados siempre en la misma dirección. O sea, de literatura como arte, nada de nada.
Y así se pasaron muchos años, hasta que ya en la madurez, tuve la suerte de encontrarme con mi amigo Andoni, un lector empedernido, una enciclopedia viviente. Compra libros, los lee y luego los vende a peso, porque no le entran en casa. En horas libres, que no son muchas, compartimos muchos temas, algunos actuales, otros históricos, también técnicos y siempre en busca del contraste de opiniones. Admiro su capacidad de análisis y de síntesis, su conocimiento universal, su vocabulario… y su paciencia conmigo, porque, las más de las veces, no le aporto nada, y mis silencios para escucharle son cada vez más evidentes gracias a mi ignorancia. Salgo ganando. Por eso, de vez en cuando, me deja algún libro, como quien no quiere la cosa, sobre todo ensayos, para así poder tener motivo de conversación.
Carezco de palabras de agradecimiento para mi amigo, porque gracias a sus libros y su compañía, disfruto y he disfrutado de hermosas horas de conversación y distendidas y amenas tertulias. Poco a poco, ha encendido en mí la llama de la curiosidad, y ahora, en que la opinión de los demás sobre uno importa un carajo, y la edad ha desvanecido mi juvenil vanidad, ahora que mi tiempo es mío, es posible se rompan la indiferencia y el desencuentro con las letras y se tornen del odio, en amor. Nunca es tarde.
Kaixo autor de este escrito. Como el autor es anónimo; no contesto nada. Saludos. Benito.
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