José Emilio Pacheco (Ciudad de México, 30 de junio de 1939 - Íbidem 26 de enero de 2014)
LA NOCHE NUESTRA INTERMINABLE
Mis paginitas, ángel de mi guarda, fe
de las niñeras antiquísimas,
no pueden, no hacen peso en la balanza
contra el horror tan denso de este mundo.
Cuántos desastres ya he sobrevivido,
cuántos amigos muertos, cuánto dolor
en las noches profundas de la tortura.
Y yo qué hago y yo qué puedo hacer.
Me duele tanto el sufrimiento de otros,
y apenas
intento conjurarlo por un segundo con estas hojitas
que no leerán los aludidos, los muertos ni los pobres
ni tampoco
la muchacha martirizada. Cuál Dios
podría mostrarse indiferente
a esta explosión, a esta invasión del infierno.
Y en dónde yace la esperanza, de dónde
va a levantarse el día que sepulte
la noche nuestra interminable doliendo.
24 ene 2014
Breve, pero intensa, de Agustín Mañero
BREVE, PERO INTENSA
María Dolores Vargas, “La Corralera”, se casó a los dieciocho
años.
María Dolores Vargas, “La Corralera”, fue madre a los diecisiete
y María Dolores Vargas, “La Corralera”, abandonó
definitivamente su hogar a los dieciséis.
Por la necesidad, el hambre y la sordidez del ambiente, lo tenía
decidido desde los quince, pero María Dolores Vargas, “La
Corralera”, lo retrasó un año.
A los catorce, perdió el virgo. La virginidad, ya la tenía
perdida.
A los trece años, se escapó por unos días de la corrala, huyendo
del acoso de Toñín, “El Churumbel”, primo hermano suyo que
quería empujarla contra la tapia de la huerta del “Tío Melones”.
Con doce años, María Dolores Vargas, “La Corralera”, ejercía
de alcahueta.
Con once, ejercía de alcahueta, pero sin saberlo.
A los diez, jugaba con otros niños y robaba en mercados y
chatarrerías.
Apenas tenía nueve años y ya cuidaba de sus hermanos, los
churumbeles de “La Palmera”, su madre, mientras ésta manejaba
sus “dátiles” aligerando carteras.
Los ocho estuvieron ocupados por aprendizajes varios: acarrear leña,
llenar el botijo y lavar sus bragas. Hasta entonces no las había
tenido.
Alguien quiso que a los siete, María Dolores Vargas, “La
Corralera” hiciese la primera comunión. Fue un intento fallido.
Por entonces, comenzó a competir con los chicos para ver quién
meaba más lejos. Alguna vez, ganó.
Con seis años, jugaba a papás y mamás, a médicos y enfermeras.
Fue entonces cuando su mente tomó conciencia de la desigualdad
anatómica que siempre había visto, pero no meditado.
A los cinco ya tiraba piedras a los perros y a los vecinos. La
Guardia Civil tampoco se libró de algún cantazo suyo.
Llegando a los cuatro añitos se sorbía los mocos.
Aunque ella ya no se acordaba, con tres, jugaba con barro. Para
hacer la pasta hacía “pis” en la tierra.
¿Con dos años? Pues al cumplirlos, disputaba por la teta. Había
dos tetas donde chupar y tres bocas para hacerlo. La suya, la del
“Canillas”, compañero de su madre, y la de don Servando, un
abuelo en la familia, viejo y desdentado, que, de vez en cuando y con
pretexto de alimentarse, también le daba un tiento a los pezones de
“La Palmera”.
¿Y con uno? ¿Qué va a hacer una niña a esa edad, aunque ésta
se llame María Dolores Vargas “La Corralera”? Pues lo que
hacen todos los pequeños a esa edad. ¡Eso sí! Aquel año no
tuvo que competir por la teta.
¿Y al nacer? Al nacer no se puede pensar, pero de haber sabido lo
que le esperaba, María Dolores Vargas “La Corralera” se hubiese
vuelto por donde salió: al abrigo uterino.
Agustín Mañero
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22 ene 2014
Ortografía Emmental, curiosidades de la lengua, por Ángel U.
En algún curso de bachillerato, a finales de los 60, nos pusieron de maría una asignatura que venía a ser “repaso de lengua”. La daba un cura encapotado que llegaba a clase en olor de multitudes, con los alumnos esperándole a la puerta para aclamarle y jalear frases de alabanza.
En las
sesiones de repaso repetía y tripitía siempre los mismos ejemplos,
las mismas frases modelo. “Oración concesiva. Aunque la mona
…”
El
ambiente de clase era participativo a tope, así que los alumnos, en
cuanto oíamos aquello de la mona montábamos un follón mayúsculo
coreando como energúmenos “se vista de seda, mona se queda”.
Luego con aplausos y vítores le hacíamos ver que habíamos
acertado, golpeábamos los pupitres con los puños y brincábamos de
alegría sobre los asientos. Eran, sin duda, clases de gramática
viva.
Cuando la
bulla se apaciguaba, le decíamos a aquel catedrático ensotanado
que con él aprendíamos más que con otros, que era un santo y que
nos bendijera. Y vuelta a empezar.
A veces
las frases lanzadera tardaban en llegar y éramos los de letras los
que dinamizábamos la sesión con un sinfín de preguntas trampa.
Un día
nos salió el tiro por la culata. Ocurrió mientras corregíamos un
dictado en que aparecían “cabos de pies cavos” y gansadas
así. El cura, investido de todas la ciencias gramaticales, vagaba
por el aula pavoneándose de saber diferenciar entre “vaca”
que da leche y “baca” de autobús.
Pero
cometió un desliz. “No es lo mismo baca con be, que vaca con
uve. Tengan mucho cuidado, las dos (?)acas son distintas según se
escriba”.
Los
alumnos que estábamos en el turno de incordio no podíamos dejar
escapar una ocasión de oro. “Yo no sé escribir eso”,
dijo alguien. “¿Las dos (?)acas esas, dichas a la vez, con qué
se escribe, con be o con uve?
Nos
fulminó con la mirada y luego nos habló de la imposibildad de
referirnos a las dos vacas a la vez. Pero el alumno erre que erre:
“Claro, es que usted dice Las dos (?)acas no existe porque no
puede existir. Es un ser imposible y no se puede decir. Pero lo dice.
Lo hemos oído todos”.
Terciaron
otros: “¿Qué no se puede decir? ¡Si estáis venga decirlo!
Será que no se puede escribir”. “¿Y qué pasa con lo de los dos
(?)arones? ¿Se puede decir, se puede escribir o no?”.
El
enviado de Dios al aula ya no pudo atajarlo, entró en estado de
pánico y tuvo que recurrir a la intercesión de santos y al sistema
de castigos. Fue el día de la ira del señor. El día en que alguno
de letras acarició con su mejilla una mano de santo.
¿Quieres leer el trabajo completo? Puedes leer la continuación aquí (utiliza el botón de "View fullscreen", las flechas en cuadrado que verás en la parte inferior, para ver en tamaño completo):
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Ortografia emmental, de Ángel U.
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17 ene 2014
La bata blanca trae cola, relato de Agustín Mañero
LA BATA BLANCA TRAE COLA
Mi primer
intento con los lienzos y colores no me ha dejado satisfecho.
Tratando de ver el lado bueno de la cuestión pienso que esa etapa
ha sido positiva, en cierto modo. Me ha enseñado lo que debo y no
debo hacer en este campo. Tras esta reflexión, he decidido iniciar
un nuevo aprendizaje pictórico y me he matriculado en un centro que
se anuncia como imprescindible cimiento para los que aspiramos a
manchar, con alguna gracia claro, telas y papeles. En esta empresa,
que cae cerca de mi casa, me atendió una joven rubia que no podía
ocultar su relación con la pintura. La tenía por toda su cara.
—Buenos
días señorita. Quisiera apuntarme al curso que ustedes anuncian,
para la iniciación de pintores, tanto en óleo como en acuarela.
—Buenos
días. Le voy a entregar un folleto en donde se indican las fechas,
el lugar y el precio del curso. Puede usted inscribirse por meses o
trimestres, como prefiera. —Y sin más, me entregó la
información del “Centro para el dominio de la pintura por el
conocimiento exhaustivo del cromatismo irisado”. Lo hojeé allí
mismo.
—En
principio me interesa. Voy a abonarle ahora el pago de un
trimestre e iniciaré las clases la próxima semana —le dije.
—Éstas
son las oficinas, pero las clases se imparten en el edificio
“Eguzki-Eder. ¿Conoce usted esa nueva construcción dedicada a
oficinas y centros varios que se encuentra a la salida de la ciudad?
Pues allí es. Vaya usted el lunes a las diez de la mañana, al
departamento cuatrocientos cuarenta y cinco. Para el primer día no
hace falta que lleve pinceles ni material alguno, ya que, al ser
clases en cierto modo personalizadas o individuales, será instruido
en las gamas cromáticas mediante vídeos y diapositivas. Eso sí,
lleve una bata, porque quizá le inviten a realizar alguna mezcla de
colores y a combinar tonos.
A
las diez menos cuarto llegué al flamante edificio. En su totalidad
estaba destinado a despachos, oficinas, consultorios diversos,
academias y ¡qué se yo! Incluso, en la cuarta planta, en donde se
hallaba el “Centro para el ...etc. existía —según leí en el
amplio cartel del vestíbulo—, un consultorio médico que, al
parecer, tenía que ver con algún igualatorio privado. En aquel
piso y entre un sinfín de puertas, localicé la cuatrocientas
cuarenta y cinco, que pertenecía a mi nuevo centro de aprendizaje.
Me recibió una jovencita de pocas carnes y menos luces en su
cerebro.
—Sí...
sí... Puede usted dejar el abrigo en esos colgadores del vestíbulo.
Póngase la bata y vaya, por favor, a la tercera..., no, a la
cuarta..., bueno, no importa. Saliendo al pasillo, a la izquierda,
verá la puerta de nuestro Centro.
Mi
timidez me impidió recabar datos más precisos, así que, sin más
preguntas me encontré en el pasillo de la cuarta planta, ataviado
con mi impoluta bata blanca que mi cónyuge se había empeñado en
lavar con el detergente, ese luminoso que limpia, aclara y da
esplendor. Las puertas se me ofrecían todas iguales y, a pesar de
ser un edificio de nueva construcción, se veían algunos rótulos
despegados y mutilados. Conté, tres... cuatro... A mi izquierda
se veía una puerta como todas las otras, con un letrero roto, que en
su inicio decía «Centr...» “Aquí es”, me dije. Dos
discretos golpecitos en la puerta y accedí al interior.
— ¡Ya
es hora! ¿No le parece?
—Señora,
todavía no son las diez...
—Pues
ya llevo casi un cuarto de hora esperando. Por lo visto, hoy no han
encendido la calefacción y me estoy quedando helada, —exclamó mi
presunta modelo.
“¡Joder
con la academia ésta! Vaya una organización desastrosa. Me
dicen que el primer día no traiga material pictórico y me preparan
una señora para que pinte un desnudo femenino.” pensé.
—Bueno,
¿me reconoce, sí o no?
—Pues...
la verdad, así... al pronto...
—¡Oiga,
ya está bien de espera para que, ahora, me venga usted con dudas.
Estoy dispuesta a presentar una denuncia en toda regla contra el
Igualatorio!
La
señora se mostraba beligerante en sumo grado. Sus bonitos ojos
despedían rabiosos destellos y, pusilánime que es uno, me dejé
llevar.
—Si
usted insiste, señora...
— ¡Cómo
que si insisto! “¡Desnúdese usted que, en un minuto, viene el
doctor!”, me dijo la enfermera, y aquí me tiene, aterida de frío.
No creo yo que para que a una le realicen una mamografía tenga
necesidad de tan larga espera.
Mis
conocimientos de medicina se reducen a colocar una tirita en el
correspondiente rasguño y poco más, pero ante aquella belicosa y
enfadada treintañera, tuve que adoptar una actitud hipocrática, que
no hipócrita, porque el investigar en aquel terreno no me
disgustaba, en absoluto.
—Vamos
a ver, señora... —fue mi preámbulo a la palpación que iniciaba.
Primero el derecho, luego el izquierdo, para cambiar seguidamente y
volver al comienzo. Mis manos no paraban de “reconocer” a los
posibles “enfermos”. Del rincón más profundo de mi cerebro,
emergía un rijoso pensamiento diciéndome que aquello de la medicina
no estaba nada mal.
—¿Nota
alguna dureza? —me preguntó la paciente.
—¡Hombre!...
Todavía... Voy a insistir, a ver si la noto —y seguí
explorando. La verdad es que, aquellas gemelas estaban duras, pero
no por tumores ni gaitas, sino “per se”.
—¿Por
qué tarda tanto en el reconocimiento? ¿Es que nota algo anormal?
—Señora,
todo está normalísimo en este examen previo.
El
que no estaba del todo normal era el aspirante a pintor que, ahora
empezaba a pensar si no era mejor estudiar medicina.
—Hemos
acabado con esta fase —dije a mi “paciente” al tiempo que
pensaba que, pocas veces se habrá utilizado esa palabra con más
justicia.
Seguidamente, la joven, sin duda con alguna experiencia
anterior en semejantes menesteres, pasó a la habitación contigua y
depositó sus senos en el soporte de la máquina destinado a tal
efecto. Metido como estaba en semejante embrollo usurpador, a estas
alturas, no podía empezar con aclaraciones, así que decidí seguir
adelante con la mamografía. Tiré de palancas, actué sobre mandos
giratorios y pulsé botones a la buena de dios. Se encendieron
luces, se iluminaron pantallas y comenzaron a aparecer gráficos y
diagramas varios. Yo solamente quería que no saltase alguna chispa
al exterior y chamuscase algún bonito seno de la guapa joven. Al
parecer hubo suerte y los dos —por turnos— salieron del artilugio
tan turgentes y pimpantes como entraron.
Terminada la sesión y una vez vestida la mujer, se
disculpó:
—Perdóneme doctor Repap por mi airado recibimiento,
pero es que me estaba poniendo nerviosa con la espera. Por lo
demás, debo decirle que estoy contenta de cómo se ha conducido en
su trabajo. He quedado muy complacida.
—Por favor, señora, no se disculpe. El placer ha
sido mío —dije poniendo en mi respuesta el mayor énfasis de
veracidad que fui capaz. —Tendré que estudiar los datos
que me ha suministrado la máquina y, acto seguido, nuestro
departamento de atención al cliente le remitirá el correspondiente
informe.
—Muchas gracias.
Al tiempo, yo no hacía más que preguntarme: ¿por qué
me habrá llamado doctor Repap? Habitualmente soy de lentas
reacciones, pero en alguna ocasión, mis neuronas aciertan a la
primera y, en este caso, pude deducir que las letras de mi supuesto
apellido —impresas en el bolsillo superior de mi bata— y que
correspondían a la firma confeccionadora de la prenda, “Ropa
Elaborada Para Actividades Profesionales” (REPAP), eran las que me
apellidaban.
—Perdón, doctor. ¿Puedo hacerle una pregunta de
carácter personal?
—No faltaba más. Usted dirá.
—Ese apellido suyo, ¿no es de por aquí, verdad?
—Tiene razón. Mi padre emigró desde Hungría hace
muchos años y, como es lógico, a mí me tocó heredar su apellido
—dije al tiempo que sin darme cuenta, mis palabras adquirían un
supuesto tono magiar y de forma involuntaria, semicerraba los ojos
para darles un aspecto ligeramente oriental.
—Mire, doctor, este verano pienso acudir a este
centro para que me sea realizada una completa exploración
ginecológica y voy a pedir a la dirección del Igualatorio que me la
realice usted en lugar del doctor García.
—¡No! ¡Por Dios! Yo... este verano... estaré...
de vacaciones.
—Bueno, pues pospondré la cita hasta el otoño.
Por un par de meses, no va a ocurrir nada.
—Señora, le agradezco la confianza que ha depositado
en mi quehacer profesional y, aunque estaría complacidísimo en
realizarle el reconocimiento, aquí, inter nos, debo confesarle que
no está bien visto en la Compañía que los médicos nos quitemos
los pacientes, unos a otros. Además, el doctor García es un
profesional muy competente.
Con estas palabras pude convencer a la recalcitrante
dama. La acompañé hasta la puerta, la despedí con toda la
amabilidad de que soy capaz y, haciendo un desordenado e informe
bulto con mi flamante “Repap”, salí al pasillo, recogí al vuelo
mi abrigo y continué mi marcha hasta llegar al vestíbulo de la
planta baja. Alcanzada la calle, respiré hondo e inicié el largo
paseo hacia mi casa.
* * *
—Pues, ya ves. He venido para comenzar una nueva
andadura en mi aprendizaje de pintor —respondí.
—Y, ¿qué tal? Cuéntame.
—Pues... normal... Un poco complicado el asunto,
pero lo he pasado bien. Me ha tocado manipular una máquina que
desconocía y también he tenido contacto muy directo con elementos
agradables y excitantes. ¡Qué le iba a decir! A veces es más
creíble una verdad a medias, e incluso una mentira, que la verdad
desnuda.
—Y..., tú, Felipe, ¿cómo por este barrio?
—Pues nada, hombre. Que mi mujer se ha empeñado en
que venga a esperarla. Esta mañana tenía que hacerse una
mamografía.
Agustín Mañero
15/1/1997
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