Autor: Agustín Mañero
25/11/02
Es hembra poderosa y ardiente, a la vez que, dócil, tierna y sumisa. Nos entendemos perfectamente y, en estos dos años que salimos juntos, no he tenido la menor queja de su comportamiento. Cierto que nuestra relación es semanal y que si nos viésemos a diario, podría llegar a ser un tormento para mí; es más, pienso que mi físico no podría soportarlo. Nuestros encuentros suelen ser campestres, en plena naturaleza. A los dos nos incomodaría hacerlo en una ciudad atestada de gente, con sus ruidos y algarabía. Preferimos la paz rural, los rumores de la brisa, la sosegada campiña. Allí estamos a gusto.
Los domingos, días de mis visitas, suele esperarme hecha un manojo de nervios. Lo noto, nada más verla. Me aguarda con su bonita cabeza erguida que, a menudo, muestra su desafío, pero que, junto a mí, se inclina, rendida. Lo que más me atrae de ella, lo que me seduce perdidamente es su mirada. Profunda, insondable, inmensa como sus ojos, se me ofrece tierna, dulce y acariciadora. La interrumpe adrede con ligeros parpadeos coquetos y, con ellos, me solicita, me exige caricias, mientras adivino en los tensos músculos de su desnudo cuerpo el deseo que la domina. Con el tiempo, he aprendido a tratarla.
Mis primeras atenciones son para su cara, que acaricio con ambas manos, y los siguientes mimos para su cuello. Soberbio. Largo, fino, pero a la vez enérgico, emerge de un pecho pujante que se agita con ansia. También me demoro en éste y le dedico el tiempo que se merece. Siento su enervamiento bajo mis manos, los temblores que lo sacuden y el callado grito del cuerpo todo que se queja de mi tardanza. Me place hacerla esperar, notar su impaciencia por desfogarse. La veo tan bonita y presumida que me apena hacerle sentir mi peso sobre su cuerpo para iniciar los preliminares acostumbrados. Pero al fin, me dispongo a ejecutar el ritual de cada semana que, invariablemente, nos conduce a nuestro goce en común.
Con tiento, conteniendo la respiración —como si de esta manera pudiese pesarle menos— subo en ella que, gozosa, acepta mi monta. Los primeros movimientos, necesarios para alcanzar nuestro placer, son pausados, morosos, y sirven de preámbulo al alocado ritmo que les sucede. Ella se calienta pronto y he de ser yo el que ponga freno a sus ansias contenidas, a sus urgentes anhelos alocados. Ya he mencionado que es poderosa y, de ello, no cesa de darme sobradas muestras. Sería capaz de aguantar una acelerada cadencia durante mucho tiempo, pero yo, con menos facultades, me veo en la necesidad de sujetar sus ímpetus. Para ello, oprimo sus rotundos flancos con mis piernas, en su oído le susurro moderación y, tras los primeros saltos alocados, la reconduzco hacia el placer comedido, menos intenso, pero más duradero. Invariablemente, acabamos los dos agotados. Yo, con mis pudendas partes resentidas, y ella sudorosa y jadeante.
Al final, y para que no se enfríe, la arropo, luego la incito al descanso y le doy su merecido celemín de avena y cebada.
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