14 mar 2014

El negocio es el negocio...


En aquel pueblo, no era cierto ese dicho que, secularmente, ha corrido de boca en boca y que reza algo así como: “Las fuerzas vivas de la localidad son el alcalde, el cura y el secretario”.

Blas, el primer munícipe, bastante tenía con soportar en su casa a Teodosia, su mujer, a su cuñada, Erundina, y a Clitemnestra, su suegra.

Juanín, el secretario, era eso : Juanín. El diminutivo lo decía todo.

Don Marcelo, el cura, era quien cortaba el bacalao en la parroquia y fuera de ella. Corpulento, autoritario, con dura mirada y voz tronante tenía acojonaditos a los moradores del pueblo. Aquellos pobres ya no temían al infierno y el purgatorio les hubiese parecido Cancún o la isla Margarita; tal era la feroz disciplina que imponía a sus feligreses y a algún que otro osado que no se tenía por tal. Su arma era el confesionario. Primero, atacaba insistentemente desde el púlpito, y con la amenaza de la ira divina —y con la suya, que no era moco de pavo— había logrado que un altísimo porcentaje de habitantes se confesase regularmente. Sobre todo, las mujeres. Allí, entre las tablas, se encontraba en su elemento y acoquinaba, sonsacaba, estrujaba y leía las mentes simples de los campesinos. Su dominio era total entre la feligresía, pero últimamente se encontraba algo desasosegado por el cariz de algunas deposiciones.(Con perdón).

Primero fue Fortunata, la hija del herrero, la que entre sonrojos, balbuceos y pudorosas bajadas de párpados, le confesó su desliz con Feliciano. Bueno, aquello era más que un desliz.

—¡Desgraciada! ¿Cómo has podido manchar tu honra con tan nefasto hecho? Y además dices que caíste con complacencia y agrado y que durante el acto no sentías el regusto amargo del pecado. ¡Que fuiste feliz!

Bueno, la bronca que montó el justiciero don Marcelo posiblemente se oyó en un amplio espacio de la tierra, pero con seguridad sus voces atronaron por todo el cielo. Por supuesto que la penitencia estuvo acorde con la indignación del párroco.

Dos días más tarde, fue doña Silvana, la esposa de don Justo, el de la posada, la que señaló a Feliciano como el autor de un atentado contra su pudor. Lo de “atentado” quiso ser un eufemismo, al principio, pero al final del hábil interrogatorio, don Marcelo ya sabía de la cuestión casi tanto como doña Silvana, quien no tuvo más remedio que confesar —nunca mejor dicho—, su pleno goce en el lance.

La indignación del cura llegó a cotas elevadísimas y la penitente se retiró del confesionario con un castigo que, quizá en una próxima ocasión, le haría pensárselo dos veces antes de darle al fornicio extraconyugal.

Al siguiente día, doña Doloritas, recién casada con Fabián, el mayor hacendado del pueblo, acudió con su cuita al cajón absolutorio. Logró la absolución, sí, pero la humillación y la vergüenza que pasó con la zapatiesta parroquial le hizo reconsiderar los pros y los contras del adulterio. Bueno... el arrepentimiento por el pecado en sí, también, pero la trifulca... ¡Qué bestia de hombre! ¡Qué contraste con la dulzura de Feliciano!

"Esto no puede seguir así. No sé quién es ese recién llegado de Feliciano, pero a este paso, va a encabronar a todos los maridos y acabar con las vírgenes del pueblo”. Y se puso a meditar el cura, cómo dar un escarmiento a sus feligresas pecadoras. "!Ya está!, en adelante, las mujeres que tengan alguna relación con ese desconocido, además de cumplir una fuerte penitencia, van a tener que dejar un generosísimo óbolo en el cepillo. Así mato dos pájaros de un tiro. Doy un tiento a la bolsa de esas descarriadas —seguro que es lo que más va a dolerles— y al tiempo, arreglo la iglesia, que buena falta le hace". 
 
Las jugosas y frecuentes penitencias pecuniarias, que empezó a aplicar, hicieron disminuir el enfado de don Marcelo y aumentar el contenido de su, hasta entonces, exigua hucha. Hasta le compró unas enaguas nuevas a Tomasa, su joven ama, a la que meses atrás le había roto esa prenda en un arrebatado impulso.

Con tiempo, el pueblo se fue enterando de los castigos monetarios y Cosme, empleado de la Caja de Ahorros, filtró a algunos allegados el fuerte incremento de la cuenta corriente de la parroquia.

Una tarde, se encontraba don Marcelo en su negocio —perdón, confesionario—, cuando se acercó un hombre al que no conocía.

—¿Vienes a confesarte, hijo ? No te conozco. Tú no eres de por aquí, ¿verdad?

—¿Cómo dice? ¿A confesarme? No, no; yo vengo a ver si llegamos a un entendimiento; a un acuerdo equitativo. 
 
No te entiendo, joven; ¿a qué acuerdo hemos de llegar? Ten en cuenta que éste es un lugar sagrado y al confesionario se viene a manifestar los pecados y a arrepentirse de haberlos cometido.

Mire cura, me llamo Feliciano. Estoy enterado del negocio que ha montado a mi costa y aunque solo yo soy la causa del mismo, vengo a proponerle que compartamos los beneficios. Yo podría seguir haciendo pecar a las feligresas; éstas apoquinarían sus dineros para la absolución y a fin de mes, podríamos repartirnos las ganancias al tiempo que hacemos el bien. Usted absuelve sus almas y se alegra con ello y yo hago gozar a sus cuerpos con mi goce. No creo que le interese regatear, porque existen muchos párrocos que aceptarían, encantados, mi propuesta; ¿estamos?


Al parecer, hubo acuerdo.



Agustín Mañero
9/8/99

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