En
aquel pueblo, no era cierto ese dicho que, secularmente, ha corrido
de boca en boca y que reza algo así como: “Las fuerzas vivas de la
localidad son el alcalde, el cura y el secretario”.
Blas,
el
primer munícipe, bastante tenía con soportar en su casa a
Teodosia, su mujer, a su cuñada, Erundina, y a Clitemnestra, su
suegra.
Juanín,
el secretario, era eso : Juanín. El diminutivo lo decía todo.
Don
Marcelo, el cura, era quien cortaba el bacalao en la parroquia y
fuera de ella. Corpulento, autoritario, con dura mirada y voz
tronante tenía acojonaditos a los moradores del pueblo. Aquellos
pobres ya no temían al infierno y el purgatorio les hubiese
parecido Cancún o la isla Margarita; tal era la feroz disciplina que
imponía a sus feligreses y a algún que otro osado que no se tenía
por tal. Su arma era el confesionario. Primero, atacaba
insistentemente desde el púlpito, y con la amenaza de la ira divina
—y con la suya, que no era moco de pavo— había logrado que un
altísimo porcentaje de habitantes se confesase regularmente.
Sobre todo, las mujeres. Allí, entre las tablas, se encontraba
en su elemento y acoquinaba, sonsacaba, estrujaba y leía las mentes
simples de los campesinos. Su dominio era total entre la feligresía,
pero últimamente se encontraba algo desasosegado por el cariz de
algunas deposiciones.(Con perdón).
Primero
fue Fortunata, la hija del herrero, la que entre sonrojos, balbuceos
y pudorosas bajadas de párpados, le confesó su desliz con
Feliciano. Bueno, aquello era más que un desliz.
—¡Desgraciada!
¿Cómo has podido manchar tu honra con tan nefasto hecho? Y además
dices que caíste con complacencia y agrado y que durante el acto no
sentías el regusto amargo del pecado. ¡Que fuiste feliz!
Bueno,
la bronca que montó el justiciero don Marcelo posiblemente se oyó
en un amplio espacio de la tierra, pero con seguridad sus voces
atronaron por todo el cielo. Por supuesto que la penitencia estuvo
acorde con la indignación del párroco.
Dos
días más tarde, fue doña Silvana, la esposa de don Justo, el
de la posada, la que señaló a Feliciano como el autor de un
atentado contra su pudor. Lo de “atentado” quiso ser un
eufemismo, al principio, pero al final del hábil interrogatorio, don
Marcelo ya sabía de la cuestión casi tanto como doña Silvana,
quien no tuvo más remedio que confesar —nunca mejor dicho—, su
pleno goce en el lance.
La
indignación del cura llegó a cotas elevadísimas y la penitente se
retiró del confesionario con un castigo que, quizá en una próxima
ocasión, le haría pensárselo dos veces antes de darle al fornicio
extraconyugal.
Al
siguiente día, doña Doloritas, recién casada con Fabián, el
mayor hacendado del pueblo, acudió con su cuita al cajón
absolutorio. Logró la absolución, sí, pero la humillación y la
vergüenza que pasó con la zapatiesta parroquial le hizo
reconsiderar los pros y los contras del adulterio. Bueno... el
arrepentimiento por el pecado en sí, también, pero la trifulca...
¡Qué bestia de hombre! ¡Qué contraste con la dulzura de
Feliciano!
"Esto no puede seguir así. No sé quién es ese recién
llegado de Feliciano, pero a este paso, va a encabronar a todos los
maridos y acabar con las vírgenes del pueblo”. Y se puso a
meditar el cura, cómo dar un escarmiento a sus feligresas pecadoras.
"!Ya está!, en adelante, las mujeres que tengan alguna
relación con ese desconocido, además de cumplir una fuerte
penitencia, van a tener que dejar un generosísimo óbolo en el
cepillo. Así mato dos pájaros de un tiro. Doy un tiento a la bolsa
de esas descarriadas —seguro que es lo que más va a dolerles— y
al tiempo, arreglo la iglesia, que buena falta le hace".
Las jugosas y frecuentes penitencias pecuniarias, que empezó a
aplicar, hicieron disminuir el enfado de don Marcelo y aumentar
el contenido de su, hasta entonces, exigua hucha. Hasta le compró
unas enaguas nuevas a Tomasa, su joven ama, a la que meses atrás le
había roto esa prenda en un arrebatado impulso.
Con tiempo, el pueblo se fue enterando de los castigos monetarios y
Cosme, empleado de la Caja de Ahorros, filtró a algunos allegados
el fuerte incremento de la cuenta corriente de la parroquia.
Una
tarde, se encontraba don Marcelo en su negocio —perdón,
confesionario—, cuando se acercó un hombre al que no conocía.
—¿Vienes a confesarte, hijo ? No te conozco. Tú no eres de por
aquí, ¿verdad?
—¿Cómo dice? ¿A confesarme? No, no; yo vengo a ver si llegamos
a un entendimiento; a un acuerdo equitativo.
―No
te entiendo, joven; ¿a qué acuerdo hemos de llegar? Ten en cuenta
que éste es un lugar sagrado y al confesionario se viene a
manifestar los pecados y a arrepentirse de haberlos cometido.
―Mire
cura, me llamo Feliciano. Estoy enterado del negocio que ha montado a
mi costa y aunque solo yo soy la causa del mismo, vengo a proponerle
que compartamos los beneficios. Yo podría seguir haciendo pecar a
las feligresas; éstas apoquinarían sus dineros para la absolución
y a fin de mes, podríamos repartirnos las ganancias al tiempo que
hacemos el bien. Usted absuelve sus almas y se alegra con ello y yo
hago gozar a sus cuerpos con mi goce. No creo que le interese
regatear, porque existen muchos párrocos que aceptarían,
encantados, mi propuesta; ¿estamos?
Al
parecer, hubo acuerdo.
Agustín
Mañero
9/8/99
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