1º de Ciencias Humanas
ERES MÁS P... QUE LAS GALLINAS.
(Del refranero
español)
—Adiós doña Ponedora. Parece
que lleva prisa.
—Sí, hija, sí. Voy a ver si pongo mi huevo diario. No sabes
lo que me está costando hoy.
—Pero, a
su edad y con su “currículum”, yo creía que usted tendría que comprimir su
cloaca para que no se le saliesen los huevos.
—Mira, guapa; por muchos años que
tengas nunca se te salen los huevos. ¿Entiendes?
—Perdone doña Ponedora, no he querido
molestarla.
—No, Rogelia, no me has molestado; pero
es que esta puesta de hoy parece cosa delicada. Ya por mañana, he notado
dolores como cuando viene un huevo de pie —así parece que lo puso Colón— o de
nalgas —suponiendo que los huevos tengan culo—, y doña Plumillas, que como
sabes ejerce en el corral de matrona, se ha alarmado, insinuando que quizá
habría que practicarme una cesárea.
¡Vamos, anda! ¡A mí, a mí me van
a venir ahora con esas!
—Tenga cuidado doña Ponedora. Allí, en
el corral, enseguida empiezan las malas lenguas a criticar. Acuérdese del revuelo
que se armó hace un año, con el asunto aquél de la polla (con perdón) que
llamaban Exterior
—No recuerdo ¿qué ocurrió?
—Sí, mujer, sí; digo, sí, gallina, sí. Quizá
le venga a la memoria que a la susodicha, la llamaban Exterior por lo salida
que era, y que todo aquel lío comenzó cuando anduvo rondando la granja aquel
imponente urogallo. ¿No se acuerda usted
que nos traía a todas de cresta? Para entonces ya había empezado a poner la
polla (con perdón) y, un día, doña Plumillas tuvo que recurrir a los fórceps
para sacarle aquel famoso huevo que se atoró. Yo diría que más que un huevo era
un “guevazo”. Y claro, ya sabe usted lo
poco que cuesta difamar. Que si la habían visto muy próxima a la cerca del gallinero,
que si el urogallo le tiraba los tejos, que si ella, por joven, era una
alocada; en fin, que la pobre tuvo que cargar con el sambenito de casquivana.
—Sí, ahora recuerdo algo, pero ¿qué
tiene que ver eso conmigo?
—No, claro que no tiene que ver con
usted, doña Ponedora. Su honradez es proverbial en el gallinero. Todas sabemos
que sus relaciones amorosas sólo tienen que ver con Espoloncito, el gallo que a
todas nos alegra con su espolón, pero como a veces se aproximan a la empalizada
otras aves..., pues, eso. Mire usted, sin ir más lejos, ya se rumorea que doña
Clueca ha puesto sus ojos y esperanzas en un precioso y despampanante cisne, al
que últimamente se le ve rondando el harén de Espoloncito.
—Perdona, Rogelia, pero tengo que
dejarte. Voy a ver qué pasa con mi huevo. Se me antoja que va a ser muy grande
y no quisiera que esta circunstancia levantase habladurías.
Y la joven gallina se quedó
contemplando la bamboleante marcha de su interlocutora. Provenía Rogelia de la
familia de “Las Plumas Rojas” —de ahí su nombre—, y recordaba haber oído a su
madre algún comentario escabroso relacionado con doña Ponedora y cierto gallo
charro que, en aquellos tiempos y en algunas ocasiones, se colaba entre el serrallo
avícola. Le llamaban Jorge Negreti y, al parecer, era un nombre muy apropiado
para el gallo en cuestión. Después de cada monta engolaba la voz y tras lanzar
un par de kikirikíes, cantaba aquello de, “aquí, todos somos muy, pero que muy
machos”. El pobre no se percataba de que estaba rodeado de gallinas en un corral
hispánico y no en Jalisco.
* * *
Doña Plumillas metió, con delicadeza, la punta de su ala derecha en la
cloaca y colocó el huevo en posición para ser expulsado.
—Relájese, doña Ponedora, respire hondo
y cuando note contracciones empuje fuerte.
—¡Qué vergüenza, doña Plumillas! ¡A mi edad y a estas alturas! Parezco una primeriza.
—No se preocupe. A todas nos pasa
alguna vez. ¡Si tuvieran que parir los
gallos...! ¡Ya veríamos!
*
* *
Fuese por los oficios de la comadrona, por la experiencia que doña Ponedora
acumulaba en semejante menester o por las ganas de quitarse de encima —mejor
dicho, de dentro— aquel molesto huevo, el caso es que la gallina alumbró
“aquello”.
¡Joder, qué huevo! ¡Descomunal! Por
respeto a la parturienta, en aquel momento, nadie comentó lo que todas
pensaban. ¿Cómo iba a haber tenido un desliz aquella dama?, digo, ¿gallina?
Luego, ocurrió lo inevitable.
*
* *
—¿Se
ha fijado usted qué huevo? Bueno, lo
cierto es que yo no quiero hablar porque a mí no me gustan las murmuraciones,
pero estoy segura de que ése no es hijo de nuestro Espoloncito. El gallo es
grande y corpulento, pero semejante huevo...
—Tiene usted razón. Yo tampoco soy
chismosa, pero me han dicho que últimamente, se le ha visto rondando cerca del
gallinero a un esbelto e imponente avestruz..., y claro, a veces..., ya se
sabe...
—Pues a mí, me han dicho que el
avestruz ese es un conquistador y que la otra noche...
—La otra noche, ¿qué?
—Nada, nada. Será mejor dejarlo.
—¡Jesús! ¡Qué tiempos nos han tocado vivir!
*
* *
Coincidió con el hecho, la cloquez de doña Ponedora. Abrigó la puesta
como otras veces y con su pico dio vuelta a los huevos para que recibieran el
calor por igual, pero cuando rotaba el “guevazo” sentía un “repelús”... Eclosionaron los pollos, sacudieron sus
alitas, su pescuezo y sus patitas y luego piaron. Los diez hermanos, aunque con
timidez, comenzaron a aventurarse fuera del cobijo materno y el gigante seguía
“engüevado”. Días después nació. No tenía el colorcito amarillo de los demás. Su
ralo plumón, apenas disimulaba, por zonas, su piel. Cuello alto, robusto pico y
saltones ojos eran los rasgos que más le diferenciaban del resto de la prole. Aunque
su comportamiento tampoco era igual que el de los demás, fue creciendo con ellos. Creció, creció y creció. El cuello y las
patas, sobre todo, adquirieron unas desmesuradas dimensiones. La honra de doña
Ponedora perdió muchos enteros, casi todos, y a la pobre no le consolaba ver
crecer a aquel híbrido de avestruz junto con los hijos de Espoloncito. Fue decayendo, se fue abandonando y ya no
parecía la robusta y digna gallina que siempre había sido.
*
* *
—¡Bueno!, ¿y qué! —espetó doña Plumillas a la
concurrencia toda, con las alas en jarras y agresiva mirada. Tenía ascendiente
sobre sus compañeras y gozaba de su respeto. No en vano, por una cosa u otra, a
todas les había tenido que echar un ala en algún momento delicado—. !Dejad en paz a doña Ponedora! Un desliz lo tiene cualquiera: !Anda que si
yo hablara...! —y el gallinero enmudeció al unísono. La asamblea de cotillas
cerró el pico ante las acertadas, piadosas y amenazantes palabras de doña
Plumillas quien, con su aire digno y respetable, abandonó la cacareada reunión.
Por cierto: debía darse prisa. A esa hora ya le estaría esperando, fuera del corral,
Buitrago, el precioso y bien plantado buitre leonado en el que ella había
puesto sus ojos y su pasión. Tan alto; tan fuerte; tan...
Agustín Mañero
17 de diciembre de 2000
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