1º de Ciencias Humanas
Mi amigo Jorge tiene un amigo al que llama Genaro. Yo
pienso que el nombre no es muy apropiado, pero allá él. A diario
salen juntos, pasean por el monte, se miran a los ojos y se
comprenden; bueno..., a veces. Lo cierto es que se llevan bien.
Cuando, en alguna ocasión, me los he encontrado en mis paseos, al
verme, Genaro levanta la cola. Jorge, no.
—¿Por qué no le amputas el rabo? —suelo
preguntarle a Jorge.
—No digas tonterías. A estas alturas, Genaro se ha
acostumbrado a ser como es. Además, ¿a ti qué te importa?
—Hombre, la verdad es que no mucho, pero si Genaro
levanta y agita su cola cuando me ve, es de suponer que también lo
haga en presencia de tu suegra, y estoy seguro de que ella lo
interpretará como signo de alegría. ¿No lo crees así?
—Pues no lo había pensado, pero ahora que lo dices...
Genaro ya se veía sin la cola. Me lanzó una furibunda
mirada, me gruñó con enfado y si no es por Jorge, estoy seguro de
que me hubiese atacado.
Genaro es lo que se llama un “mil leches”. En su
anatomía hay vestigios de podenco, de labrador y de ratonero. En su
mente debe de haber conocimientos alambicados de todas esas razas,
afinados y actualizados por la inteligencia del amigo de mi amigo.
Genaro, sin ser noctámbulo del todo, parece tener alma
de sereno. De los de antes. Con frecuencia se escapa de su
habitáculo al anochecer y Jorge, en algunas ocasiones, le ha pillado
aullando a la luna llena tal y como solía hacerlo el hombre-lobo.
Yo creo que lo hace para despistar. En esos casos, con compasiva
mirada, mi amigo le deja expansionarse pensando en que se cansará
pronto del jueguecito, pero estoy convencido de que, al rato, se va
de ligue. Hay mañanas en que no puede con el rabo.
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