19 may 2011

Amores

Autores: Grupo Argia
Carmen Blanco-Argibay
Luisi Miranda
Alberto Lázaro
Juanmari Goikoetxea
Luciano Murillo


Siendo un chiquillo, apenas once años, ya le atraían las cosas de la iglesia y todo aquello que la rodeaba, los curas, los sermones, la suntuosidad de las vestimentas en los oficios y también algo de lo que representaba ser la autoridad de la iglesia en la comarca. Aceptó ser acólito, ayudante de los curas, monaguillo que se decía entonces. Desde su “influyente posición”, el muchacho observaba el comportamiento de los feligreses en las ceremonias y actos religiosos, que eran muchos y variados en la época.
De todas las experiencias que estaba viviendo, una le llamó especialmente la atención, porque de aquello aprendió la facilidad con que la gente pasa de la felicidad a la tristeza, del amor al desamor, de la vida a la muerte.
Aquél día era sábado y tenían que oficiar una boda. Alrededor de las doce llegaron los novios y él los recibió en la puerta de entrada de la iglesia, ya que era el encargado de notificarles el protocolo, dónde debían de colocarse, las respuestas habituales de la liturgia, si llevaban consigo las alianzas, las arras etc.etc.
Miró al novio como de costumbre, pero aquel hombre tenía un aura distinta a todos los novios que había visto hasta entonces. Irradiaba sensibilidad, delicadeza, llevaba el amor del enamorado en sus ojos. Su mirada estaba cargada de sinceridad. Fue una ceremonia especial, diferente a tantas otras, de las que marcan y permanecen en el recuerdo.
Al día siguiente de casarse, como era habitual, iniciaron el viaje de novios. Él conducía el coche. Ir fueron los dos juntos. Volver lo hicieron por separado. Él en ambulancia al hospital. Ella volvería en un coche fúnebre camino del camposanto.
No había transcurrido un mes de la alegría de las nupcias y allí estábamos, en el mismo lugar, en la misma iglesia, esta vez oficiando el funeral por su amada. Todo estaba cambiado, las flores no eran ramos, eran coronas, la música de la esperanza se tornó en una dolorosa y triste despedida. Hasta las vestimentas habían abandonado el colorido suntuoso, para envolverse en la oscuridad. En esta ocasión las campanas tañían lágrimas de dolor, los húmedos ojos de los asistentes daban muestras de amargo desconsuelo, sus gargantas, incapaces de articular palabras que no fueran de condolencia.
Pulsar la flecha

Volvió a mirar de frente a aquel hombre y constató que su aura especial le había abandonado. Aquel hombre al que él había casado era la voz del lamento, del abatimiento. En aquellos momentos no entendía la vida, dejó de tener valor la vida. Lo repetía una vez y otra. Era una convicción y también una premonición. El monaguillo estaba descubriendo por vez primera a través de aquél hombre el sentido del miedo, el significado de perder lo que se ama.
Al día siguiente, el rumor estaba en la calle. El hombre había saltado la tapia del cementerio provisto de una navaja. El enterrador en su última ronda oyó gemidos, se acercó y lo encontró acurrucado sobre la tumba de su amada esposa, sus muñecas cercenadas, teñidas de rojo sangre. Llegó a tiempo al hospital.
El hecho fue muy comentado en la comarca, también en el seno de la iglesia. Era la primera vez que ocurría algo de esa naturaleza. El chico ya tenía su héroe particular. Aquel hombre había alcanzado la más alta expresión del amor, prefirió morir por amor que vivir sin su amada. El suceso tuvo sus detractores entre los más adultos y algunos admiradores entre los más adolescentes, pero todos se sentían estremecidos.
Pasaron los días, no había transcurrido todavía un año cuando la sorpresa aparecíó en los ojos del monaguillo. Se resistía a aceptar lo que tenía delante. Su héroe se venía abajo. Su idea romántica del amor empezaba a desmoronarse. De nuevo aquel hombre estaba en el mismo lugar, en la misma iglesia, irradiaba la misma aura que el muchacho apreció en la ocasión anterior. Pero la mujer no era la misma. El enlace ya no tenía para el muchacho la misma magia. Había cumplido ya los doce y aprendió que el amor es caprichoso, cambiante, incontrolable y viajero, se traslada como el polen que, con la ayuda del viento, se puede posar en una u otra flor.

1 comentario:

  1. Me he puesto a leer sin saber con que me iba a encontrar y me ha llevado la lectura. Me ha encantado la forma de narrar y en tan poco tiempo me ha hecho sentir. ¡Como me he levantado! Será la lluvia.

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