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20 jun 2013

La Matrona de Efeso - El Satiricón, Petronio

Imagen de Wikimedia Commons

Gracias a la mención de la creación de Agustín del anterior post (El que no se consuela...), se me ha ocurrido traer aquí un capítulo de El Satiricón, obra atribuida a Petronio y que ha sido fuente de inspiración para obras como El Conde Lucanor, de Don Juan Manuel, o la película surrealista homónima de Federico Fellini.

(siguiendo este enlace podéis acceder a la película completa, en Youtube)


Para conocer mejor El Satiricón y su origen, os recomiendo leer este artículo en el blog Mi Cíclope:
http://miciclopemiope.blogspot.com.es/2012/12/petronio-y-el-satiricon-ensayo.html.

Más que escribir una entrada sobre Petronio y El Satiricón, quería animaros a leer uno de sus relatos para que captéis el estilo y si os animáis, que leáis un poco más de su obra. La tenéis accesible aquí: http://es.wikisource.org/wiki/El_Satiric%C3%B3n en su traducción al castellano, o prácticamente en cualquier biblioteca.


He seleccionado La Matrona de Efeso, que es el relato al que hace referencia la recreación de Agustín. A ver si os gusta:

LA MATRONA DE EFESO


Cuento incluido en la novela El Satiricón, de Petronio, capítulos 111 y 112.

En Efeso había una matrona con tal fama de honesta que hasta venían las mujeres a conocerla desde países vecinos. Esta matrona perdió a su esposo y no se contentó entonces con ir detrás del cuerpo con los cabellos en desorden, como es costumbre entre el vulgo, ni con golpearse el pecho desnudo ante los ojos de todos, sino que fue detrás de su finado marido hasta su tumba y luego de depositarlo, según la usanza de los griegos, en el hipogeo, se consagró a velar el cuerpo y a llorarlo día y noche. Sus padres y familiares no pudieron hacerla cejar en esa actitud que, llevada a la desesperación, la haría morir de hambre. Hasta los magistrados desistieron del intento al verse rechazados por ella. Todos lloraban casi como muerta a esa mujer que daba ejemplo sin igual consumiéndose desde hacía ya cinco días sin probar bocado. La acompañaba una sirvienta muy fiel que compartía su llanto y renovaba la llama de la lamparilla que alumbraba el sepulcro cuando comenzaba a apagarse. En la ciudad no se hablaba de otra cosa que no fuera de esta abnegación, y hombres de toda condición social la daban como ejemplo único de castidad y amor conyugal.

En ese tiempo el gobernador de la provincia ordenó crucificar a varios ladrones cerca de la cripta donde la matrona lloraba sin interrupción la reciente muerte de su marido. Durante la noche siguiente a la crucifixión, un soldado que vigilaba las cruces para impedir que alguno desclavase los cuerpos de los ladrones para sepultarlos, notó una lucecita que titilaba entre las tumbas y oyó los lamentos de alguien que lloraba. Llevado por la natural curiosidad humana, quiso saber quién estaba allí y qué hacía. Bajó a la cripta y, descubriendo a una mujer de extraordinaria belleza, quedó paralizado de miedo, creyendo hallarse frente a un fantasma o una aparición. Pero cuando vio el cadáver tendido y las lágrimas de la mujer, su rostro rasguñado, se fue desvaneciendo su propia impresión, dándose cuenta de que estaba ante una viuda que no hallaba consuelo. Llevó a la cripta, su magra cena de soldado y comenzó a exhortar a la afligida mujer para que no se dejase dominar por aquel dolor inútil ni llenase su pecho con lamentos sin sentido.

-La muerte -dijo- es el fin de todo lo que vive: el sepulcro es la íntima morada de todos.

Acudió a todo lo que suele decirse para consolar las almas transitadas de dolor. Pero esos consejos de un desconocido la exacerbaban en su padecer y se golpeaba más duramente el pecho, se arrancaba mechones de cabellos y los arrojaba sobre el cadáver. El soldado, sin desanimarse, insistió, tratando de hacerle probar su cena. Al fin la sirvienta, tentada por el olorcito del vino, no pudo resistir la invitación y alargó la mano a lo que les ofrecía, y cuando recobró las fuerzas con el alimento y la bebida, comenzó a atacar la terquedad de su ama:

-¿De qué te servirá todo esto? -le decía-. ¿Qué ganas con dejarte morir de hambre o enterrada, entregando tu alma antes que el destino la pida? Los despojos de los muertos no piden locuras semejantes. Vuelve a la vida. Deja de lado tu error de mujer y goza, mientras sea posible, de la luz del cielo. El mismo cadáver que está allí tiene bastarte para que veas lo bella que es la vida. ¿Por qué no escuchas los consejos de un amigo que te invita a comer algo y no dejarte morir?

Al fin la viuda, agotada por los días de ayuno, depuso su obstinación y comió y bebió con la misma ansiedad con que lo había hecho antes la sirvienta.

Se sabe que un apetito satisfecho produce otros. El soldado, entusiasmado con su primer éxito, cargó contra su virtud con argumentos semejantes.

-No es mal parecido ni odioso este joven- se decía la matrona, que además era acuciada por la sirvienta que le repetía:

-¿Te resistirás a un amor tan dulce? ¿Perderás los años de juventud? ¿A qué esperar más tiempo?

La mujer, después de haber satisfecho las necesidades de su estómago, no dejó de satisfacer este apetito... y el soldado tuvo dos triunfos. Se acostaron juntos no sólo esa noche sino también el día siguiente y el otro, cerrando bien las puertas de la cripta de modo que si pasase por allí tanto un familiar como un desconocido, creyeran que la fiel mujer había muerto sobre el cadáver de su esposo. El soldado, fascinado por la hermosura de la mujer y por lo misterioso de estos amores, compraba de todo lo mejor que su bolsa le permitía y al caer la noche lo llevaba al sepulcro.

Pero he aquí que los parientes de uno de los ladrones, notando la falta de vigilancia nocturna, descolgaron su cadáver y lo sepultaron. El soldado, al hallar al otro día una de las cruces sin muerto, temeroso del suplicio que le aguardaría, contó lo ocurrido a la viuda:

-No, no -le dijo- no esperaré la condena. Mi propia espada, adelantándose a la sentencia del juez, castigará mi descuido. Te pido, mi amada, que una vez muerto me dejes en esta tumba. Pon a tu amante junto a tu marido.

Pero la mujer, tan compasiva como virtuosa, le respondió:

-¡Que los dioses me libren de llorar la muerte de los dos hombres que más he amado! ¡Antes crucificar al muerto que dejar morir al vivo!

Una vez dichas estas palabras, le hizo sacar el cuerpo de su esposo del sepulcro y colgarlo en la cruz vacía. El soldado usó el ingenioso recurso y al día siguiente el pueblo admirado se preguntaba cómo un muerto había podido subir hasta la cruz.

Confía tu barco a los vientos
pero jamás tu corazón a una mujer
porque las olas son más firmes
que la fidelidad de la mujer.
No hay ninguna mujer buena
o si alguna vez lo ha sido
No comprendo cómo algo malo
pudo ser bueno alguna vez.








17 jun 2013

El que no se consuela... de Agustín Mañero

Autor: Agustín Mañero
Relato escrito sobre una idea de Petronio


Sentada al borde de un pétreo banco adosado al muro, doña Leonor continúa mirando, sin pestañear, el cercano féretro.
Señora, ¿le apetece tomar algo? No ha probado bocado en dos días. Debería comer, aunque fuese algo ligero, para recobrar fuerzas.
Doña Leonor, de manera casi imperceptible, niega con la cabeza mientras se seca por milésima vez los lagrimones de viuda recién estrenada.
“No le pueden quedar ya lágrimas”, piensa Catalina. Pero le quedan. ¡Vaya que si le quedan! Lágrimas y tristeza; lágrimas y desesperación por la pérdida; lágrimas bañadas con sentimientos de impotencia y desamparo. Durante la corta existencia de la joven como desposada ha sido proverbial la rectitud de su proceder, la castidad acrisolada que ha guiado su comportamiento y el amor y fidelidad mostrados hacia su esposo.
Don Raimundo Monforte Valdenebro vivió como le había correspondido por su condición de noble caballero. Fue heredero de ilustre abolengo, de preclara alcurnia y de grandes riquezas. Exceptuando sus visitas a la corte, sus obligadas salidas bélicas y sus frecuentes cacerías —algunas aprovechadas para otra clase de caza menos arriesgada y más placentera—, su medio siglo de existencia había transcurrido en su castillo-fortaleza de Torres Rojas, enorme posesión circundada por extensos campos de labrantío, bosques y praderas. Desde allí con paternal proceder, pero procurando ser justo y ecuánime había dirigido las vidas de sus gentes que moraban dentro del recinto amurallado.
Dos años atrás, había casado con doña Leonor de Mendoza, sobrina de su gran amigo, Genaro Larraga, conde de Navajuela, y aunque el matrimonio fue pactado a espaldas de la joven, pronto prendió en ella el cariño y la pasión por su marido, al que, en principio, miraba más como padre y valedor que como amante esposo.
Ahora, su joven viuda sufre la situación que, como tal, le corresponde. Pero no es éste un duelo más, una exteriorización que, con frecuencia, exhiben algunas mujeres a la muerte de su hombre, no; es la aflicción convertida en mujer, el llanto hecho imponente desgarro. Ni familiares, ni amigos, ni allegado alguno han podido convencerla para que, después de celebradas las honras fúnebres, diese cristiana sepultura a los queridos restos en lugar de velarlos noche y día.
Se ha negado a inhumar el querido cuerpo en la cripta familiar. Quiere velarle y llorarle en el exterior, con el incierto clareo del orto, con la canícula del mediodía, en la tiniebla de la noche. Desea prolongar la cercanía con el querido cuerpo, estar a su vera, saber que puede verle, tocarle...
Se está ocultando el sol, desciende la temperatura y Catalina arropa con una cálida cobija el dorso de su señora. Se ha convertido en sombra solícita entre las tétricas sombras de los cipreses, en animado espectro al cuidado de su señora, en celosa vigilante del duelo de su ama, que se extiende ya a lo largo de dos interminables jornadas.
—Vais a enfermar, doña Leonor. Sin dormir, sin descansar, sin tomar alimento... Así día tras día, noche tras noche, sentada en el exterior de la capilla...
Al otro lado del muro circundante, Herminio Riacho vela el cadáver de Jeremías Botillo. Cuida de que nadie, en especial Salustiano Botillo, se acerque allí durante la noche. Por orden real, Jeremías ha sido colgado, por el cuello, de la robusta encina que, solitaria, se yergue extramuros de Torres Rojas. Ha sido sorprendido transportando un venado del rey, ha matado al guardabosque y la justicia e ira del monarca le han sentenciado. A la horca, sí, pero también a que su desnudo cuerpo colgado de una rama y encapuchado —para ocultar el desfigurado rostro— se exhiba públicamente durante una semana para escarnio del furtivo y escarmiento de posibles imitadores. Durante el día, son dos soldados los que impiden a Salustiano Botillo, hijo del finado, descolgar los restos de su progenitor para sepultarlos. Por las noches, el joven Herminio.
Próximos lugares y similares encomiendas, aunque éstas por motivos diferentes, les ha deparado el destino a las dos personas que esa noche celan sus muertos. Atraído por el llanto y por el débil resplandor de dos antorchas, Herminio, desde el exterior, se acerca al muro y, por un pequeño portillo abierto hacia el camposanto, otea, precavido, la escena. Contempla a la hermosa mujer desgarrada por su dolor mientras, sostenida por su doncella, posa sus ojos en el imantado catafalco. Se apiada el soldado de la atribulada joven y se aproxima al duelo. Con sentidas palabras, trata de consolarla; después le ofrece su cena, más ella redobla su llanto y desespero. Insiste el soldado, resiste la mujer, y Catalina, hace causa común con el hombre.
—Señora, sólo un poco, ¿eh? —aventura la sirvienta.
Y así, poquito a poquito, con remilgos y aspavientos, con dengues melindrosos, doña Leonor condesciende en trasegar una pequeña parte del rancho soldadesco.
La siguiente noche y tras meditarlo un rato, Herminio se auto convence de que, a esas horas de la anochecida, nadie osará acercarse al muro del cementerio y a la encina del ahorcado. Por ello, con relativa tranquilidad y por un tiempo no muy largo, abandona su tétrica vigilancia. Mientras participan los tres del ágape, Herminio, aunque tímidamente, trata de calmar el desánimo de la mujer; le recuerda que existen personas que la quieren, que la esperan y que la necesitan. Antes de volver al cuidado de su árbol y su cadáver, logra abrazar el delicado y envarado cuerpo, para intentar transmitirle el deseo de vivir y ofrecer a los demás, el regalo de su presencia.
Tras haber cenado con cierta normalidad —mucho hacía por ello Catalina y también el soldado que allegaba viandas no procedentes del rancho cuartelero—, Herminio reprocha con dulzura a doña Leonor sus negros y destructivos pensamientos, señalándole que, aunque no cumpla los ocho días y ocho noches que se ha propuesto velar junto al túmulo, nadie podrá vituperarla porque, paulatinamente, se vaya reintegrando a los quehaceres cotidianos. Piensa el joven que una belleza tal pronto podrá encontrar consuelo para la sensible pérdida.
Sea porque el poder de persuasión del militar fuese mucho, sea porque la resistencia humana tiene sus límites, sea porque el destino así lo quiere, lo cierto es que doña Leonor encuentra “consuelo” aquella misma noche, mucho antes de lo que ella hubiese podido soñar.
Vuelve Herminio a su puesto y queda espantado al comprobar que, mientras él estaba aplicando su lenitivo a la pena ajena, han descolgado y robado el objeto de su vigilancia.
—¿Qué voy a hacer, Leonor? Mañana, cuando descubran lo ocurrido, habrá acabado todo para mí. Posiblemente ocupe yo el lugar de Jeremías Botillo —musita Herminio, presa del pánico.
Y doña Leonor, que no está dispuesta a que le roben su recién descubierto alivio nocturno, cavila, piensa, discurre... Ha sufrido lo indecible, ha pensado en quitarse la vida tras ver morir a su amado —el primero—, y no quiere velar otro cuerpo querido. Le comunica su idea a Herminio y, con la colaboración de Catalina, primero desnudan y luego encapuchan a don Raimundo para, seguidamente, colgarlo de la ignominiosa encina. De esta manera, doña Leonor, va a poder seguir consolándose en su inmenso quebranto, en su aflicción insondable, en su infinito desconsuelo.

Agustín Mañero
26/12/02