5 feb 2013

ERES MÁS P... QUE LAS GALLINAS (Del refranero español)

Autor: Agustín Mañero
1º de Ciencias Humanas



ERES MÁS P...   QUE LAS GALLINAS.
(Del refranero español)

         —Adiós doña Ponedora. Parece que lleva prisa.
         —Sí, hija, sí. Voy a ver si pongo mi huevo diario. No sabes lo que me está costando hoy.
         —Pero, a su edad y con su “currículum”, yo creía que usted tendría que comprimir su cloaca para que no se le saliesen los huevos.
         —Mira, guapa; por muchos años que tengas nunca se te salen los huevos. ¿Entiendes?
         —Perdone doña Ponedora, no he querido molestarla.
         —No, Rogelia, no me has molestado; pero es que esta puesta de hoy parece cosa delicada. Ya por mañana, he notado dolores como cuando viene un huevo de pie —así parece que lo puso Colón— o de nalgas —suponiendo que los huevos tengan culo—, y doña Plumillas, que como sabes ejerce en el corral de matrona, se ha alarmado, insinuando que quizá habría que practicarme una cesárea.   ¡Vamos, anda!   ¡A mí, a mí me van a venir ahora con esas!  
         —Tenga cuidado doña Ponedora. Allí, en el corral, enseguida empiezan las malas lenguas a criticar. Acuérdese del revuelo que se armó hace un año, con el asunto aquél de la polla (con perdón) que llamaban Exterior
         —No recuerdo ¿qué ocurrió?
         —Sí, mujer, sí; digo, sí, gallina, sí. Quizá le venga a la memoria que a la susodicha, la llamaban Exterior por lo salida que era, y que todo aquel lío comenzó cuando anduvo rondando la granja aquel imponente urogallo.  ¿No se acuerda usted que nos traía a todas de cresta? Para entonces ya había empezado a poner la polla (con perdón) y, un día, doña Plumillas tuvo que recurrir a los fórceps para sacarle aquel famoso huevo que se atoró. Yo diría que más que un huevo era un “guevazo”.  Y claro, ya sabe usted lo poco que cuesta difamar. Que si la habían visto muy próxima a la cerca del gallinero, que si el urogallo le tiraba los tejos, que si ella, por joven, era una alocada; en fin, que la pobre tuvo que cargar con el sambenito de casquivana.
         —Sí, ahora recuerdo algo, pero ¿qué tiene que ver eso conmigo?
         —No, claro que no tiene que ver con usted, doña Ponedora. Su honradez es proverbial en el gallinero. Todas sabemos que sus relaciones amorosas sólo tienen que ver con Espoloncito, el gallo que a todas nos alegra con su espolón, pero como a veces se aproximan a la empalizada otras aves..., pues, eso. Mire usted, sin ir más lejos, ya se rumorea que doña Clueca ha puesto sus ojos y esperanzas en un precioso y despampanante cisne, al que últimamente se le ve rondando el harén de Espoloncito.
         —Perdona, Rogelia, pero tengo que dejarte. Voy a ver qué pasa con mi huevo. Se me antoja que va a ser muy grande y no quisiera que esta circunstancia levantase habladurías.
         Y la joven gallina se quedó contemplando la bamboleante marcha de su interlocutora. Provenía Rogelia de la familia de “Las Plumas Rojas” —de ahí su nombre—, y recordaba haber oído a su madre algún comentario escabroso relacionado con doña Ponedora y cierto gallo charro que, en aquellos tiempos y en algunas ocasiones, se colaba entre el serrallo avícola. Le llamaban Jorge Negreti y, al parecer, era un nombre muy apropiado para el gallo en cuestión. Después de cada monta engolaba la voz y tras lanzar un par de kikirikíes, cantaba aquello de, “aquí, todos somos muy, pero que muy machos”. El pobre no se percataba de que estaba rodeado de gallinas en un corral hispánico y no en Jalisco.

*          *          *

Doña Plumillas metió, con delicadeza, la punta de su ala derecha en la cloaca y colocó el huevo en posición para ser expulsado.
         —Relájese, doña Ponedora, respire hondo y cuando note contracciones empuje fuerte.
         —¡Qué vergüenza, doña Plumillas!   ¡A mi edad y a estas alturas!   Parezco una primeriza.
         —No se preocupe. A todas nos pasa alguna vez.   ¡Si tuvieran que parir los gallos...!   ¡Ya veríamos!

*          *          *

Fuese por los oficios de la comadrona, por la experiencia que doña Ponedora acumulaba en semejante menester o por las ganas de quitarse de encima —mejor dicho, de dentro— aquel molesto huevo, el caso es que la gallina alumbró “aquello”.
         ¡Joder, qué huevo! ¡Descomunal! Por respeto a la parturienta, en aquel momento, nadie comentó lo que todas pensaban. ¿Cómo iba a haber tenido un desliz aquella dama?, digo, ¿gallina?
Luego, ocurrió lo inevitable.

*          *          *

         —¿Se ha fijado usted qué huevo?   Bueno, lo cierto es que yo no quiero hablar porque a mí no me gustan las murmuraciones, pero estoy segura de que ése no es hijo de nuestro Espoloncito. El gallo es grande y corpulento, pero semejante huevo...
         —Tiene usted razón. Yo tampoco soy chismosa, pero me han dicho que últimamente, se le ha visto rondando cerca del gallinero a un esbelto e imponente avestruz..., y claro, a veces..., ya se sabe...
         —Pues a mí, me han dicho que el avestruz ese es un conquistador y que la otra noche...
         —La otra noche, ¿qué?
         —Nada, nada. Será mejor dejarlo.
         —¡Jesús!  ¡Qué tiempos nos han tocado vivir!

*          *          *
   
Coincidió con el hecho, la cloquez de doña Ponedora. Abrigó la puesta como otras veces y con su pico dio vuelta a los huevos para que recibieran el calor por igual, pero cuando rotaba el “guevazo” sentía un “repelús”...    Eclosionaron los pollos, sacudieron sus alitas, su pescuezo y sus patitas y luego piaron. Los diez hermanos, aunque con timidez, comenzaron a aventurarse fuera del cobijo materno y el gigante seguía “engüevado”. Días después nació. No tenía el colorcito amarillo de los demás. Su ralo plumón, apenas disimulaba, por zonas, su piel. Cuello alto, robusto pico y saltones ojos eran los rasgos que más le diferenciaban del resto de la prole. Aunque su comportamiento tampoco era igual que el de los demás, fue creciendo con ellos.   Creció, creció y creció. El cuello y las patas, sobre todo, adquirieron unas desmesuradas dimensiones. La honra de doña Ponedora perdió muchos enteros, casi todos, y a la pobre no le consolaba ver crecer a aquel híbrido de avestruz junto con los hijos de Espoloncito.  Fue decayendo, se fue abandonando y ya no parecía la robusta y digna gallina que siempre había sido.

*          *          *
   
—¡Bueno!, ¿y qué! —espetó doña Plumillas a la concurrencia toda, con las alas en jarras y agresiva mirada. Tenía ascendiente sobre sus compañeras y gozaba de su respeto. No en vano, por una cosa u otra, a todas les había tenido que echar un ala en algún momento delicado—.  !Dejad en paz a doña Ponedora!  Un desliz lo tiene cualquiera: !Anda que si yo hablara...! —y el gallinero enmudeció al unísono. La asamblea de cotillas cerró el pico ante las acertadas, piadosas y amenazantes palabras de doña Plumillas quien, con su aire digno y respetable, abandonó la cacareada reunión. Por cierto: debía darse prisa. A esa hora ya le estaría esperando, fuera del corral, Buitrago, el precioso y bien plantado buitre leonado en el que ella había puesto sus ojos y su pasión. Tan alto; tan fuerte; tan...

Agustín Mañero
17 de diciembre de 2000

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