17 ene 2014

La bata blanca trae cola, relato de Agustín Mañero


LA BATA BLANCA TRAE COLA

Mi primer intento con los lienzos y colores no me ha dejado satisfecho. Tratando de ver el lado bueno de la cuestión pienso que esa etapa ha sido positiva, en cierto modo. Me ha enseñado lo que debo y no debo hacer en este campo. Tras esta reflexión, he decidido iniciar un nuevo aprendizaje pictórico y me he matriculado en un centro que se anuncia como imprescindible cimiento para los que aspiramos a manchar, con alguna gracia claro, telas y papeles. En esta empresa, que cae cerca de mi casa, me atendió una joven rubia que no podía ocultar su relación con la pintura. La tenía por toda su cara.

Buenos días señorita. Quisiera apuntarme al curso que ustedes anuncian, para la iniciación de pintores, tanto en óleo como en acuarela.

Buenos días. Le voy a entregar un folleto en donde se indican las fechas, el lugar y el precio del curso. Puede usted inscribirse por meses o trimestres, como prefiera. —Y sin más, me entregó la información del “Centro para el dominio de la pintura por el conocimiento exhaustivo del cromatismo irisado”. Lo hojeé allí mismo.

En principio me interesa. Voy a abonarle ahora el pago de un trimestre e iniciaré las clases la próxima semana —le dije.

Éstas son las oficinas, pero las clases se imparten en el edificio “Eguzki-Eder. ¿Conoce usted esa nueva construcción dedicada a oficinas y centros varios que se encuentra a la salida de la ciudad? Pues allí es. Vaya usted el lunes a las diez de la mañana, al departamento cuatrocientos cuarenta y cinco. Para el primer día no hace falta que lleve pinceles ni material alguno, ya que, al ser clases en cierto modo personalizadas o individuales, será instruido en las gamas cromáticas mediante vídeos y diapositivas. Eso sí, lleve una bata, porque quizá le inviten a realizar alguna mezcla de colores y a combinar tonos.

A las diez menos cuarto llegué al flamante edificio. En su totalidad estaba destinado a despachos, oficinas, consultorios diversos, academias y ¡qué se yo! Incluso, en la cuarta planta, en donde se hallaba el “Centro para el ...etc. existía —según leí en el amplio cartel del vestíbulo—, un consultorio médico que, al parecer, tenía que ver con algún igualatorio privado. En aquel piso y entre un sinfín de puertas, localicé la cuatrocientas cuarenta y cinco, que pertenecía a mi nuevo centro de aprendizaje. Me recibió una jovencita de pocas carnes y menos luces en su cerebro.

Sí... sí... Puede usted dejar el abrigo en esos colgadores del vestíbulo. Póngase la bata y vaya, por favor, a la tercera..., no, a la cuarta..., bueno, no importa. Saliendo al pasillo, a la izquierda, verá la puerta de nuestro Centro.

Mi timidez me impidió recabar datos más precisos, así que, sin más preguntas me encontré en el pasillo de la cuarta planta, ataviado con mi impoluta bata blanca que mi cónyuge se había empeñado en lavar con el detergente, ese luminoso que limpia, aclara y da esplendor. Las puertas se me ofrecían todas iguales y, a pesar de ser un edificio de nueva construcción, se veían algunos rótulos despegados y mutilados. Conté, tres... cuatro... A mi izquierda se veía una puerta como todas las otras, con un letrero roto, que en su inicio decía «Centr...» “Aquí es”, me dije. Dos discretos golpecitos en la puerta y accedí al interior.

¡Ya es hora! ¿No le parece?
Señora, todavía no son las diez...
Pues ya llevo casi un cuarto de hora esperando. Por lo visto, hoy no han encendido la calefacción y me estoy quedando helada, —exclamó mi presunta modelo.

¡Joder con la academia ésta! Vaya una organización desastrosa. Me dicen que el primer día no traiga material pictórico y me preparan una señora para que pinte un desnudo femenino.” pensé.

Bueno, ¿me reconoce, sí o no?
Pues... la verdad, así... al pronto...
¡Oiga, ya está bien de espera para que, ahora, me venga usted con dudas. Estoy dispuesta a presentar una denuncia en toda regla contra el Igualatorio!

La señora se mostraba beligerante en sumo grado. Sus bonitos ojos despedían rabiosos destellos y, pusilánime que es uno, me dejé llevar.

Si usted insiste, señora...
¡Cómo que si insisto! “¡Desnúdese usted que, en un minuto, viene el doctor!”, me dijo la enfermera, y aquí me tiene, aterida de frío. No creo yo que para que a una le realicen una mamografía tenga necesidad de tan larga espera.

Mis conocimientos de medicina se reducen a colocar una tirita en el correspondiente rasguño y poco más, pero ante aquella belicosa y enfadada treintañera, tuve que adoptar una actitud hipocrática, que no hipócrita, porque el investigar en aquel terreno no me disgustaba, en absoluto.

Vamos a ver, señora... —fue mi preámbulo a la palpación que iniciaba. Primero el derecho, luego el izquierdo, para cambiar seguidamente y volver al comienzo. Mis manos no paraban de “reconocer” a los posibles “enfermos”. Del rincón más profundo de mi cerebro, emergía un rijoso pensamiento diciéndome que aquello de la medicina no estaba nada mal.
¿Nota alguna dureza? —me preguntó la paciente.
¡Hombre!... Todavía... Voy a insistir, a ver si la noto —y seguí explorando. La verdad es que, aquellas gemelas estaban duras, pero no por tumores ni gaitas, sino “per se”.
¿Por qué tarda tanto en el reconocimiento? ¿Es que nota algo anormal?
Señora, todo está normalísimo en este examen previo.
El que no estaba del todo normal era el aspirante a pintor que, ahora empezaba a pensar si no era mejor estudiar medicina.
Hemos acabado con esta fase —dije a mi “paciente” al tiempo que pensaba que, pocas veces se habrá utilizado esa palabra con más justicia.

Seguidamente, la joven, sin duda con alguna experiencia anterior en semejantes menesteres, pasó a la habitación contigua y depositó sus senos en el soporte de la máquina destinado a tal efecto. Metido como estaba en semejante embrollo usurpador, a estas alturas, no podía empezar con aclaraciones, así que decidí seguir adelante con la mamografía. Tiré de palancas, actué sobre mandos giratorios y pulsé botones a la buena de dios. Se encendieron luces, se iluminaron pantallas y comenzaron a aparecer gráficos y diagramas varios. Yo solamente quería que no saltase alguna chispa al exterior y chamuscase algún bonito seno de la guapa joven. Al parecer hubo suerte y los dos —por turnos— salieron del artilugio tan turgentes y pimpantes como entraron. 
 
Terminada la sesión y una vez vestida la mujer, se disculpó:
—Perdóneme doctor Repap por mi airado recibimiento, pero es que me estaba poniendo nerviosa con la espera. Por lo demás, debo decirle que estoy contenta de cómo se ha conducido en su trabajo. He quedado muy complacida.
—Por favor, señora, no se disculpe. El placer ha sido mío —dije poniendo en mi respuesta el mayor énfasis de veracidad que fui capaz. —Tendré que estudiar los datos que me ha suministrado la máquina y, acto seguido, nuestro departamento de atención al cliente le remitirá el correspondiente informe.
—Muchas gracias.

Al tiempo, yo no hacía más que preguntarme: ¿por qué me habrá llamado doctor Repap? Habitualmente soy de lentas reacciones, pero en alguna ocasión, mis neuronas aciertan a la primera y, en este caso, pude deducir que las letras de mi supuesto apellido —impresas en el bolsillo superior de mi bata— y que correspondían a la firma confeccionadora de la prenda, “Ropa Elaborada Para Actividades Profesionales” (REPAP), eran las que me apellidaban. 
 
—Perdón, doctor. ¿Puedo hacerle una pregunta de carácter personal?
—No faltaba más. Usted dirá.
—Ese apellido suyo, ¿no es de por aquí, verdad?
—Tiene razón. Mi padre emigró desde Hungría hace muchos años y, como es lógico, a mí me tocó heredar su apellido —dije al tiempo que sin darme cuenta, mis palabras adquirían un supuesto tono magiar y de forma involuntaria, semicerraba los ojos para darles un aspecto ligeramente oriental.
—Mire, doctor, este verano pienso acudir a este centro para que me sea realizada una completa exploración ginecológica y voy a pedir a la dirección del Igualatorio que me la realice usted en lugar del doctor García.
—¡No! ¡Por Dios! Yo... este verano... estaré... de vacaciones.
—Bueno, pues pospondré la cita hasta el otoño. Por un par de meses, no va a ocurrir nada.
—Señora, le agradezco la confianza que ha depositado en mi quehacer profesional y, aunque estaría complacidísimo en realizarle el reconocimiento, aquí, inter nos, debo confesarle que no está bien visto en la Compañía que los médicos nos quitemos los pacientes, unos a otros. Además, el doctor García es un profesional muy competente.
Con estas palabras pude convencer a la recalcitrante dama. La acompañé hasta la puerta, la despedí con toda la amabilidad de que soy capaz y, haciendo un desordenado e informe bulto con mi flamante “Repap”, salí al pasillo, recogí al vuelo mi abrigo y continué mi marcha hasta llegar al vestíbulo de la planta baja. Alcanzada la calle, respiré hondo e inicié el largo paseo hacia mi casa.

* * *

¡Coño, Anselmo! ¿Qué haces por aquí? —inquirió mi amigo Felipe, al tiempo que palmeaba confianzudamente mi hombro.
—Pues, ya ves. He venido para comenzar una nueva andadura en mi aprendizaje de pintor —respondí.
—Y, ¿qué tal? Cuéntame.
—Pues... normal... Un poco complicado el asunto, pero lo he pasado bien. Me ha tocado manipular una máquina que desconocía y también he tenido contacto muy directo con elementos agradables y excitantes. ¡Qué le iba a decir! A veces es más creíble una verdad a medias, e incluso una mentira, que la verdad desnuda.
—Y..., tú, Felipe, ¿cómo por este barrio?
—Pues nada, hombre. Que mi mujer se ha empeñado en que venga a esperarla. Esta mañana tenía que hacerse una mamografía.


Agustín Mañero
15/1/1997

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