Relato escrito sobre una idea de Petronio
Sentada
al borde de un pétreo banco adosado al muro, doña Leonor continúa
mirando, sin pestañear, el cercano féretro.
—Señora,
¿le apetece tomar algo? No ha probado bocado en dos días. Debería
comer, aunque fuese algo ligero, para recobrar fuerzas.
Doña
Leonor, de manera casi imperceptible, niega con la cabeza mientras se
seca por milésima vez los lagrimones de viuda recién estrenada.
“No
le pueden quedar ya lágrimas”, piensa Catalina. Pero le quedan.
¡Vaya que si le quedan! Lágrimas y tristeza; lágrimas y
desesperación por la pérdida; lágrimas bañadas con sentimientos
de impotencia y desamparo. Durante la corta existencia de la joven
como desposada ha sido proverbial la rectitud de su proceder, la
castidad acrisolada que ha guiado su comportamiento y el amor y
fidelidad mostrados hacia su esposo.
Don
Raimundo Monforte Valdenebro vivió como le había correspondido por
su condición de noble caballero. Fue heredero de ilustre abolengo,
de preclara alcurnia y de grandes riquezas. Exceptuando sus visitas
a la corte, sus obligadas salidas bélicas y sus frecuentes cacerías
—algunas aprovechadas para otra clase de caza menos arriesgada y
más placentera—, su medio siglo de existencia había transcurrido
en su castillo-fortaleza de Torres Rojas, enorme posesión circundada
por extensos campos de labrantío, bosques y praderas. Desde allí
con
paternal proceder, pero procurando ser justo y ecuánime
había dirigido las vidas de sus gentes que moraban dentro del
recinto amurallado.
Dos años atrás,
había casado con doña Leonor de Mendoza, sobrina de su gran amigo,
Genaro Larraga, conde de Navajuela, y aunque el matrimonio fue
pactado a espaldas de la joven, pronto prendió en ella el cariño y
la pasión por su marido, al que, en principio, miraba más como
padre y valedor que como amante esposo.
Ahora, su joven
viuda sufre la situación que, como tal, le corresponde. Pero no es
éste un duelo más, una exteriorización que, con frecuencia,
exhiben algunas mujeres a la muerte de su hombre, no; es la aflicción
convertida en mujer, el llanto hecho imponente desgarro. Ni
familiares, ni amigos, ni allegado alguno han podido convencerla para
que, después de celebradas las honras fúnebres, diese cristiana
sepultura a los queridos restos en lugar de velarlos noche y día.
Se ha negado a
inhumar el querido cuerpo en la cripta familiar. Quiere velarle y
llorarle en el exterior, con el incierto clareo del orto, con la
canícula del mediodía, en la tiniebla de la noche. Desea prolongar
la cercanía con el querido cuerpo, estar a su vera, saber que puede
verle, tocarle...
Se
está ocultando el sol, desciende la temperatura y Catalina arropa
con una cálida cobija el dorso de su señora. Se ha convertido en
sombra solícita entre las tétricas sombras de los cipreses, en
animado espectro al cuidado de su señora, en celosa vigilante del
duelo de su ama, que se extiende ya a lo largo de dos interminables
jornadas.
—Vais
a enfermar, doña Leonor. Sin dormir, sin descansar, sin tomar
alimento...
Así día tras día, noche tras noche, sentada en el exterior de la
capilla...
Al otro lado del
muro circundante, Herminio Riacho vela el cadáver de Jeremías
Botillo. Cuida de que nadie, en especial Salustiano Botillo, se
acerque allí durante la noche. Por orden real, Jeremías ha sido
colgado, por el cuello, de la robusta encina que, solitaria, se
yergue extramuros de Torres Rojas. Ha sido sorprendido transportando
un venado del rey, ha matado al guardabosque y la justicia e ira del
monarca le han sentenciado. A la horca, sí, pero también a que su
desnudo cuerpo colgado de una rama y encapuchado —para ocultar el
desfigurado rostro— se exhiba públicamente durante una semana para
escarnio del furtivo y escarmiento de posibles imitadores. Durante
el día, son dos soldados los que impiden a Salustiano Botillo, hijo
del finado, descolgar los restos de su progenitor para sepultarlos.
Por las noches, el joven Herminio.
Próximos
lugares y similares encomiendas, aunque éstas por motivos
diferentes, les ha deparado el destino a las dos personas que esa
noche celan sus muertos. Atraído por el llanto y por el débil
resplandor de dos antorchas, Herminio, desde el exterior, se acerca
al muro y, por un pequeño portillo abierto hacia el camposanto,
otea, precavido, la escena. Contempla a la hermosa mujer desgarrada
por su dolor mientras, sostenida por su doncella, posa sus ojos en el
imantado catafalco. Se apiada el soldado de la atribulada joven y se
aproxima al duelo. Con sentidas palabras, trata de consolarla;
después le ofrece su cena, más ella redobla su llanto y desespero.
Insiste el soldado, resiste la mujer, y Catalina, hace causa común
con el hombre.
—Señora,
sólo un poco, ¿eh? —aventura la sirvienta.
Y
así, poquito a poquito, con remilgos y aspavientos, con dengues
melindrosos, doña Leonor condesciende en trasegar una pequeña parte
del rancho soldadesco.
La
siguiente noche y tras meditarlo un rato, Herminio se auto convence
de que, a esas horas de la anochecida, nadie osará acercarse al muro
del cementerio y a la encina del ahorcado. Por ello, con relativa
tranquilidad y por un tiempo no muy largo, abandona su tétrica
vigilancia. Mientras participan los tres del ágape, Herminio,
aunque tímidamente, trata de calmar el desánimo de la mujer; le
recuerda que existen personas que la quieren, que la esperan y que la
necesitan. Antes de volver al cuidado de su árbol y su cadáver,
logra abrazar el delicado y envarado cuerpo, para intentar
transmitirle el deseo de vivir y ofrecer a los demás, el regalo de
su presencia.
Tras haber cenado
con cierta normalidad —mucho hacía por ello Catalina y también el
soldado que allegaba viandas no procedentes del rancho cuartelero—,
Herminio reprocha con dulzura a doña Leonor sus negros y
destructivos pensamientos, señalándole que, aunque no cumpla los
ocho días y ocho noches que se ha propuesto velar junto al túmulo,
nadie podrá vituperarla porque, paulatinamente, se vaya reintegrando
a los quehaceres cotidianos. Piensa el joven que una belleza tal
pronto podrá encontrar consuelo para la sensible pérdida.
Sea porque el
poder de persuasión del militar fuese mucho, sea porque la
resistencia humana tiene sus límites, sea porque el destino así lo
quiere, lo cierto es que doña Leonor encuentra “consuelo”
aquella misma noche, mucho antes de lo que ella hubiese podido soñar.
Vuelve Herminio a
su puesto y queda espantado al comprobar que, mientras él estaba
aplicando su lenitivo a la pena ajena, han descolgado y robado el
objeto de su vigilancia.
—¿Qué
voy a hacer, Leonor? Mañana, cuando descubran lo ocurrido, habrá
acabado todo para mí. Posiblemente ocupe yo el lugar de Jeremías
Botillo —musita Herminio, presa del pánico.
Y
doña Leonor, que no está dispuesta a que le roben su recién
descubierto alivio nocturno, cavila, piensa, discurre... Ha sufrido
lo indecible, ha pensado en quitarse la vida tras ver morir a su
amado —el primero—, y no quiere velar otro cuerpo querido. Le
comunica su idea a Herminio y, con la colaboración de Catalina,
primero desnudan y luego encapuchan a don Raimundo para,
seguidamente, colgarlo de la ignominiosa encina. De esta manera, doña
Leonor, va a poder seguir consolándose en su inmenso quebranto, en
su aflicción insondable, en su infinito desconsuelo.
Agustín Mañero
26/12/02
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