26 dic 2011

Un día en la vida de... Ramon Kanpandegi (cap. 1)

Autor: Ramon Kanpandegi
1º curso de Ciencias Humanas

Me parece haber oido al patrón llamar a mi padre, pero me doy media vuelta y aguanto en la cama. Se está bien aquí dentro. El agradable calor me envuelve como si fuera una burbuja que me aísla del frío exterior. Por algo estamos en invierno y más concretamente, en enero. Morfeo me llama a sus dominios y estoy a punto de volver a dormirme, cuando me llama mi padre. Esta vez no hay lugar a duda. Hora de levantarse. Son las cinco de la madrugada de cualquier día de la semana.

Pienso en el patrón, ellos se levantan media hora antes y se reúnen en la Benta. Allí, comentan el tiempo: el viento que hace, la mar de fondo que se aprecia por la intensidad de la resaca, y sobre todo los partes meteorológicos que se recogen desde distintos observatorios: Igueldo, Arcachon, Cap Ferrer,... así como, la hoja meteorológica que la comandancia de marina nos deja todos los días sujeta con una piedra en el hueco de la fachada de la Cofradía. Cuando los patrones se ponen de acuerdo y suponen, tanto por las previsiones como por el estado del tiempo en este instante, que podremos aprovechar el día, se separan y se desparraman rápidamente por las calles para llamar a sus correspondientes tripulaciones. La llamada se hace directamente, a viva voz, desde la calle, dirigiéndose a la ventana del cuarto donde sabe que duerme el tripulante. Los que viven en algún barrio más alejado, o en algún caserío, lo tienen peor, pues quedan citados ya de víspera, y estos sí que, haga el tiempo que haga, tienen que estar a la hora en la Benta.

Nosotros tenemos la suerte, aunque, la verdad, no es lo normal, de que los días de arribada, el patrón no nos llama y continuamos calientes, entre sábanas, hasta la hora normal de levantarse. Sentado ya en la cama  - no conviene permanecer en ella porque te vuelves a dormir- me pongo las pilas. Me visto rápidamente, paso por el baño, después por la cocina a tomar el café con leche que el padre ya ha calentado y bajo al portal donde tenemos la bici. Agarro la mía y salgo a la calle. El suelo está mojado, pero no llueve. Siento el fresco viento del nordeste, le llamamos viento francés, frío y racheado, malo, como no podía ser de otra forma algo que nos viniera de Francia. ¡¡¡Estos gabachos!!!

Bidasoa-Txingudi 17

Monto en la bici. Me imagino la dura ruta que tendremos hacia el caladero. Viento de proa, que sin ser demasiado fuerte, tiene la suficiente intensidad como para formar un oleaje que nos hará navegar saltando incesantemente en un continuo cabecear. Trago saliva. Alcanzo la panadería tres calles mas allá, y al entrar, la luz y el ajetreo interior desentona con la soledad y oscuridad que inunda la calle. Media docena de panaderos, con sus ropas, manos y cejas blancas se afanan en lo que para ellos es el final de la jornada. Compro dos panes todavía calientes y regreso a casa sin detenerme. Quizás veo y saludo a algún compañero, o un amigo de  otra embarcación, que como yo, se mueven rápidos, casi furtivos, hacia sus respectivos puntos de encuentro. La ciudad sigue dormida, en silencio, pero los pescadores, nosotros ya estamos en marcha. De vuelta en casa, me están esperando. Reparto el pan, lo meto en las cestas y el padre con mi hermano mayor bajan a por las bicis para irse ya hacia el puerto de Refugio.

El motorista, el patrón y otros tres tripulantes se adelantan al resto para arrancar el motor y arrimar el barco al muelle donde nos esperan. Yo también bajo las escaleras de casa y aguardo al carro que no tarda en llegar. El carro tiene dos varas y dos ruedas de neumático. Es bastante ligero. Por ser el más joven me toca coger las varas. El resto de los tripulantes se colocan alrededor del carro, en los laterales y en la parte de atrás, se supone que para empujar, pero a estas horas en su lugar, más de uno, adormilado, se deja llevar por el carro. Es difícil saber quién empuja y quién no. A veces el paso cansino, se hace más lento,  hasta que alguno suelta un gruñido: "Venga, que no llegamos". Entonces aceleramos. Como autómatas, en silencio.  Muy distinto a lo que suele ser la vuelta. En el carro llevamos nuestras respectivas cestas con la comida para el día, la carnada, algún trasto y las cajas vacías cuyo número nos indica la pesca que tuvimos ayer: diez cajas de merluza y cinco de besugo. Ya me conformaría si a la vuelta trajéramos el mismo número, pero llenas. Tenemos por delante media hora de caminata. Todos conocemos lo de: "Joan aguro edo geldi/honek izena dik ordu erdi" (Vayamos deprisa  o despacio, este recorrido se llama media hora).

Pasamos por la playa y me acuerdo del partido que jugamos el día de arribada de la semana pasada. Empezamos a jugar a las tres y media de la tarde y terminamos de mala manera porque ya no veiamos el balón. Resultado: ganamos cuatro a tres, o empatamos a cinco goles. No sé, me confundo con el de la semana anterior, ya no me acuerdo. Los partidos suelen ser a cara de perro, eso sí. Los normales suelen durar más de dos horas, pero si nos jugamos una peseta, de todas todas, se nos hace de noche.


Ola

Estamos pasando por los pozos, quedan diez minutos para llegar. Esta carretera no la hicieron pegada al acantilado, sino que, aquí tiraron en línea recta, de manera que se separa de las rocas unos ciento cincuenta metros. A la derecha, la playa y el mar, a la izquierda unos grandes pozos. Unidos ambos por unos grandes tubos colocados por debajo de la carretera. Las aguas del pozo más estancas, se hielan en invierno y aparecen flotando un montón de peces panza arriba muertos. Con una caña cogemos los que podemos. Descartamos entrar en el agua. Hace demasiado frio. Ya estamos llegando al puerto donde la imagen es poco habitual. La treintena de barcos ya no están anclados ordenadamente en fila, quietos, costado contra costado, al contrario, han echado las cadenas y sueltos se mueven lenta y desordenadamente, buscando cada uno, su lugar de atraque más próximo. Me dirijo hacia donde está el nuestro y embarcamos los trastos. Según la marea el embarque puede ser peligroso para el más veterano. Le ayudamos. Llevo el carro a lugar seguro y saltamos a bordo. Lentamente, siguiendo cada uno su turno, en fila, los barcos vamos saliendo de la bocana. Mientras, nos instalamos, arranchamos las cosas hasta que cestas, baldes, ganchos, cajas y todo lo que hay en cubierta queda bien sujeto y amarrado. Al doblar el dique norte, todavía a media velocidad, el patrón desde el puente, reza la salve a viva voz, todos nos descubrimos y le acompañamos,  en voz baja. Tras santiguarnos, nos calamos las boinas.

Bidasoa-Txingudi 19

El barco acelera poco a poco,  proa al caladero, con el viento y las olas de barlovento, de proa. Empezamos a cabecear saltando suavemente al principio, hasta llegar a un cabeceo brusco que nos obliga a movernos, con cuidado, agarrados a todo lo que podamos echar mano. La tripulación ha desaparecido de cubierta, ya están en sus literas. Sólo quedan el patrón y el mecánico en sus respectivos puestos. Atrás queda la bahía de Txingudi totalmente iluminada desde Higer hasta las Gemelas. Hendaia, Irún y Hondarribia compartimos la bahía, un espacio claramente definido. Sin límites, sin frontera. Como una sola ciudad. A babor, se ve perfectamente San Juan de Luz y también a la derecha pero más al nordeste vemos las luces de Biarritz con su potente faro de dos destellos cada diez segundos. Aquí por toda la costa hay miles de luces, hasta el monte Larun tiene sus dos luces rojas. Aquí situarse es fácil.  Pero mar adentro, esto es, a tres horas de ruta, no se ve ninguna luz. En las noches cubiertas, todo el mar en sus trescientos sesenta grados está negro, no hay ningún punto de referencia. Estamos solos. Gracias a su gran alcance, mayor aún que el de Machichaco, la primera luz que nos señala tierra, es el faro de Biarritz. Ahora sabemos donde estamos. Ya no estamos solos.  Acaba de salir Venus, magnífico, su brillante luz fija destaca inconfundible, nos anuncia el alba e inspira serenidad. A medida que nos alejamos de la costa, las luces urbanas languidecen, mientras la bóveda celeste le arrebata el protagonismo y un mar enorme de estrellas tintinean cada vez con mayor intensidad, ¡grandioso!. Inspiro fuerte y sin querer me acuerdo de Trueba y su:

El que no sepa rezar
que vaya por esos mares
y verá qué pronto aprende
sin enseñárselo nadie.

Yo también bajo al catre, tenemos hora y media hasta que amanezca y hay que aprovechar.

3 comentarios:

  1. Me ha encantado. Lo he leido de un tirón.
    Estilo directo y vivencias auténticas. Me ha hecho sentir el cabeceo del barco y esa atracción del catre en las horas previas al amanecer a bordo. Espero que no tarde mucho el cap.2
    Alberto

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  2. A eso se le llama contar unas buenas vivencias, lo demás es cuento,espero impaciente tu 2 capítulo.

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  3. Como huele a salitre........que fuerza la de la juventud arrantzale.....que familiar me resulta......tan cercano y tan lejano.......que vida tan dura...y cuanto para agradecer.

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